Me encanta la baja velocidad. Subí al regional a las cuatro de la tarde, consciente de que llegaría a mi destino a medianoche. Me sumergí en la lectura. Estaba enfrascada en mi libro, cuando nos detuvimos y subió un hombre con sombrero, maleta y una cartera bajo el brazo. Continué leyendo mientras observaba al recién llegado con disimulo.
Hoy, llevar sombrero o viajar en trenes de vía estrecha resulta peculiar. “¿Será un profesor? -pensé-. ¿Dará Antropología? ¿Física cuántica? ¿Sociología?”. Sin darme cuenta (me sucede desde que era una cría hipermétrope), le miraba con descaro. Él sonrió y susurró: “Psiquiatría”. “¿Cómo?”, murmuré. “¿No se preguntaba a que me dedico?”.
Era inútil fingir: “Cierto, ¿cómo lo ha sabido?”. Sonrió de nuevo y afirmó: “La mente es un poderoso emisor-receptor. A veces sintonizamos la misma frecuencia”. Cerré el libro y pregunté: “¿Cómo el radar de los murciélagos?”. “Como una radio, más bien…”, dijo riéndose. Por lo visto, emitíamos los dos en frecuencia modulada.
Mientras hablamos de “psico-filosofía”, me percaté del color de sus ojos, entre avellana y castaño. A continuación, debatimos acerca del deshielo de los polos y me di cuenta que tenía unos labios muy sensuales. De los desastres naturales pasamos al mundo animal y me senté a su lado. Lamentamos la extinción de los tiburones, celebramos el canto de los grillos, alabé a Bufalino (¡mi pequeño gran can!) y él dijo echar de menos a una gata llamada Mosca.
A mitad de camino, llegamos a la conclusión de la maldad intrínseca de la “separación de bienes” y compartimos mi tortilla y su empanada. De pronto, se detuvo el tren y por megafonía se escuchó algo ininteligible. Enfrascados en la conversación, no prestamos atención. Ni nos dimos cuenta del éxodo del resto de los viajeros hacia los primeros vagones.
Cuando pitó el tren, me estaba preguntando, cómo era posible que me hubiese topado con George Clooney (o su primo-hermano). A los pocos minutos, lo que nos preguntamos ambos es por qué seguíamos parados. Nos asomamos al andén y ni rastro del resto del convoy. “Parece que se han ido sin nosotros…”, dijo él. “¿Y qué hacemos?”, pregunté. “Camina” sugirió.
Había luna y empecé a sentir mariposas en el estómago. Seguimos conversando. Kilómetros después, llegamos a una aldea, donde una mujer nos ofreció cena, albergue y aguardiente casero. Cuando entramos en la habitación, las mariposas de mi estómago echaron a volar. En la TV anunciaron una película: “¡La familia Berlier!, ¿te apetece?”, le pregunté. “Claro, querida” respondió envuelto en un batín de cuadros. “Parecemos un matrimonio”, dije tumbada a su lado. Y ante la carencia de albornoz, me envolví con sus brazos.
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